Pero por encima de su ser médico y de sus diversas aficiones, ha sido un hombre que ha pasado por la vida haciendo el bien, con amabilidad y exquisita cortesía. Una característica que todos cuantos nos honramos en su amistad, reconocimos en él, era su hombría de bien (escrito por José Antonio Cearra en la Gaceta Médica de Bilbao en memoria de Gregorio de Urcaregui en junio de 1987, médico de cabecera durante casi medio siglo y miembro de la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao).
Aquellas palabras con las que José Antonio Cearra honró la memoria de Gregorio sirven hoy para hacer lo propio con su recuerdo. A la muerte del propio José Antonio (3 de enero de 1931-8 de marzo de 2015) no es fácil encontrar mejores palabras que las suyas. Es, además, un homenaje a su laboriosa manera de ser: escribir, de su puño y letra, el comienzo de su obituario. No por nada, hasta su adiós han pertenecido durante 58 años en la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao, 45 de ellos como cronista no oficial de la propia Academia.
El doctor Cearra, poseído por un alto sentido del deber y del servicio al prójimo, ha sido un médico obrero, dicho sea en el sentido más laborioso del término. Trabajó para los demás a corazón abierto y de manera tan intensa como desinteresada. Y de igual modo se desveló por la Academia, cuya presidencia ostentó entre 1985 y 1987, cuando ya llevaba treinta años de ejercicio de su profesión. No por nada, los diplomas recuerdan que se licenció el 30 de agosto de 1954 por la Universidad de Madrid. Fue médico en el sentido más humanista del término, centrado, sobre todo, en el prójimo. No fue aquel un don que aprendiese en las aulas, así que puede decirse que fue humanista antes que médico. Humanista como sinónimo de humano.
Dicen los papeles que en 1968 aprobó la especialidad en Medicina Interna y en Aparato Circulatorio en la Universidad de Valladolid y 16 años más tarde, en 1984, alcanzó el doctorado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Bilbao. Fue justo un año antes de su presidencia de la Academia Ciencias Médicas de Bilbao, donde ha ejercido una presencia tan discreta como crucial, tan entregada como fecunda. No por nada, ejerció de heraldo como cronista de los cursos impulsados por la Academia. Desde el primer día su voz y su conocimiento estuvieron uno al servicio del otro.
Alguien así habrá tenido, no hay otra manera posible, una buena muerte. No por nada, Leonardo Da Vinci, el gran renacentista y humanista, aseguraba “Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte”. La suya no fue una vida de buen uso, no: fue una vida extraordinaria. Una vida en la que deja un hijo y dos nietos y de la que se fue, antes que él, su compañera, colega y esposa, su “wedd wife” como tiernamente la siguió llamando hasta su muerte.
La pérdida de alguien así no puede recordarse, en nombre de la Academia, sin lágrimas en los ojos. Vienen ahora a los papeles los fantasmas de su recuerdo: aquel día en el que emocionó hasta el llanto con la celebración del centenario del doctor Marañón o aquel otro, de 2010, cuando recogió la distinción de Honor de la Academia. Era el 115 aniversario de la Academia de Ciencias Médicas de Bilbao. De su Academia.
El filósofo griego Platón parecía haberle conocido cuando escribió aquella reflexión que encaja como un guante en este adiós. “Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, su cuerpo se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo. Así queda José Antonio: muerto, sí. Pero sano y salvo.